Estaba a punto de soplar las velas de
mi 30 cumpleaños. La tarde avanzaba y mi familia se congregaba en
torno a la grandiosa mesa de roble repleta de copas del mejor cava, con el que
yo no ni siquiera iba a brindar. ¿Qué hago yo aquí? ¿Por qué no vuelvo hacia
atrás? Reviví de un plumazo mi década pasada y asumí que esos diez años habían
quedado ya del todo sepultados bajo decenas de libros blancos y vírgenes, aún
por escribir y pendientes de recibir un final. ¿Y si aún puedo elegir? ¿Y si…?
Yo
en realidad me había quedado para siempre en aquella vieja ciudad colonial, en
aquella playa, con 29, abrazada y abrazándome a aguas turquesas enmarcadas en
blanca arena y esbeltísimas palmeras. Mi vida, la que me completaba, estaba
allí, no en esa mesa colmada de velas encendidas de discreta hipocresía. “Me
vuelvo a Puerto Rico, a San Juan”, anuncié de súbito cuando todos amagaban con
las palmas de sus manos para iniciar la inminente procesión de aplausos. “En
realidad ya sabéis que no puedo seguir aquí. Tengo una maleta que preparar”,
continué revelando. Y me levanté, tiesa y orgullosa como la rosa roja que en
realidad yo era, en mi renacida primavera, y salí de aquel salón sin escuchar
las súplicas ni volver la vista atrás. Tenía ahorros, había ganado bastante sin
hacer casi nada en el bufete de mi padre. Irónicamente, podía comprar un
billete para salir en unas horas costase lo que costase. Me encerré en mi
habitación y llené una pequeña bolsa de viaje. Tenía otras cosas que celebrar,
acariciar un nuevo mundo pletórico de sonrisas y de entusiasmo, de besos de
verdad, de los que no se compran con dinero, que resuenan y provocan un fogoso
y perpetuo eco, que no se olvidan por voraz que brame el viento. A punto de
salir por la puerta camino hacia el aeropuerto, regresé al salón y corté un
trozo de tarta que coloqué en uno de aquellos platos de loza fina. De queso
mascarpone y moscatel, adornada con cerezas y escrito mi nombre en
ella. Me despedí. “Gracias por todo y por nada. Me la llevo para el camino.
Para ella”, y acaricié mi tripita de cinco meses y medio mientras asía con
la otra mano aquella esperanzadora maleta.
Hay mucho de resentimiento, por un lado, y de esperanza por otro. Bonito y veraz relato.
ResponderEliminarGracias. Sí, intentaba aunar ambas cosas...
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