Media luna de plata se inmiscuye
curiosa entre las cortinas del ventanal. Cada vez va quedando menos para que el
reloj repique esas 12 dentelladas. En apenas ocho minutos será, de nuevo, 4 de
febrero. Habrán pasado tres años. Sus padres han insistido en que duerma con
ellos, pero Violeta prefiere quedarse en su cama. Ya ha comenzado a sentir
escalofríos, próxima la hora, el vello erizado, manos tensas y frías, pero no quiere
irse de allí. Pese a todo, se trata de su hermana.
El miedo la oprime, incapaz de mover
siquiera una pestaña, envuelto su rostro entero bajo esas sábanas, a la vez que
una curiosidad incipiente y un amor cálido e imperecedero le aportan un breve pellizco
de templanza. Es la hora. El reloj de pared de la entrada anuncia estridente un
nuevo día, y al instante comienzan a abrirse y a cerrarse puertas y ventanas.
Radios y televisión del salón se encienden y se apagan, ráfagas de aire frío
deslizándose, ligeras, por toda la casa. Los libros de cuentos caen al suelo,
se abren, sin importar en qué página. Andersen, hermanos Grimm, El libro de la
selva, Cenicienta… Cualquiera de ellos le apasionaba. Y huele, huele tanto a
ella… El piso entero perfumado de nostalgia. Cuánto echa de menos Violeta a su hermana.
Ese vendaval turbio y desconcertante, que cruza de una dimensión a otra, escala
en tiempo y magnitud cada año, cada madrugada del cuarto de febrero, como si
quisiera recordarles que allí sigue ella, junto a los suyos, que no la olviden
nunca ni la sustituyan en sus corazones jamás. Violeta, etéreas lágrimas
abrigando sus ojos, entiende, acepta esa ira, ya sólo espera, inmóvil, a que
regrese la calma. Al fin y al cabo, haberse ido al cielo con sólo cinco años es para estar muy pero que muy enfadada.
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