Fantaseaba a menudo con llevar entre
sus dedos aquel anillo de rubíes. Emilia se lo mostraba no pocas veces, con su
fulgor rojo imperecedero frente a las paredes mortecinas. Al fin y al cabo, ella era
la única que la acompañaba incluso en los días más fríos del invierno, que le
acariciaba sus cuatro hebras marchitas cuando nadie más lo hacía y que
escuchaba sin prisas sus recuerdos. “Esto es entre tú y yo”, le repetía Emilia,
y volvía a guardar la joya entre sus prendas más rancias del cajón más
invisible.
Un día, al fin, Emilia iba a recibir una
visita. La de sus hijos y sus nietos. Hacía demasiado que no los tenía cerca, a
alguno a duras penas lo reconocería. Y eso que ya habían pasado muchos meses
desde que su salud transitó de la caminata vespertina recogiendo el romero fresco a la
silla de ruedas con la mirada abatida. Cuando empezó a llegar una señora de lengua extranjera que la
lavaba y le daba la comida. Emilia ya se lo había advertido a su fiel compañera. “Hoy
vienen todos a verme, debe de ser que ya en breve me muero. Tienes que hacerme un favor.
Antes de que lleguen, coge el anillo, sal de la habitación y póntelo en un dedo.
Y nunca más te lo quites”.
Su sueño iba a cumplirse. Lucirse con
aquella maravilla. Mirarse en todos los espejos. Aunque nadie más la viera. Como mucho Emilia, quien le había prometido que si no quedaba en paz tras su
muerte se quedaría por allí para hacerle compañía. Para reírse ambas de los
vivos que repoblasen esos viejos aposentos.