viernes, 8 de octubre de 2021

De las buenas

Y ahí estaba yo bajo aquella lluvia. Y ni siquiera podía notar el agua. Había perdido el autobús, el último. Metí las manos en los bolsillos por si encontraba alguno de esos euros que se olvidan en las prendas y de repente te hacen el apaño, pero aparte de pelotillas y un agujero, no había nada.

Lo recordé todo una y otra vez. La lluvia era ahora una manta de agua.

Me senté en un banco. Me resfriaré, mañana seguro que estaré estornudando. Vendrá mi madre con un vaso de leche con miel, me dirá que me tome esas pastillas, que me tumbe y descanse, que ahora viene con una manta.

Alguien se acercaba. Escuché unos pasos. Los pasos de unas deportivas, sigilosas, apenas perceptibles por el aguacero.

- Perdona, ¿necesitas ayuda? ¿Estás bien?

- Estoy bien.

- No lo parece. Estás llorando.

- Pueden ser lágrimas de felicidad, ¿no crees? O el agua. Llueve mucho.

- No, no es el agua.

-Vale, pues no es el agua. Gracias, pero no quiero nada.

Y la sombra se fue. Porque casi no pude ver si era él o ella, si era joven o viejo o vieja. Aunque esa voz era de mujer, de veintimuchos o treinta.

Pues volvería a casa andando. Vamos, que me daba igual no tener bus, ni metro, ni un céntimo en el pantalón. Ni constiparme ni estar horas después con fiebre o dolor de garganta, comer el sábado macarrones o paella, que mi hermana me despertase temprano o que el examen del lunes me saliera de pena.

Volví a escuchar las deportivas acercándose. Me giré, eran unas Adidas negras y sobre ellas iba una mujer más bien guapa con un vestido de pana y un paraguas verde. No se atrevía a volver a hablarme, se quedó quieta en cuanto la miré. Esta vez, sonreí.

- Estoy bien, era verdad. Que nada, que estoy muy pillada por alguien, desde hace más de un año. Y que hoy me ha hecho caso, ¡pero mucho caso! Vamos a seguir viéndonos. Eran lágrimas de las buenas.

No dijo nada más, se alejó enseguida. Debía de haberle dado mucha vergüenza. Yo seguí mi largo camino a casa, de vez en cuando saltaba. De haber podido ver las estrellas, las hubiera contado todas.

martes, 8 de mayo de 2018

Mi cama

Tomé el último cubata en el bar y me dirigí a casa. Sólo tenía ganas de darme una ducha fría y de tumbarme en la cama. Todo estaba oscuro, muy oscuro, ni un alma en las calles. Los árboles parecían tener dos copas y mis pies cuatro zapatos. Necesitaba beber agua, lavarme los dientes. Besarla.
Alcancé el portal y después el ascensor. Tenía tantos números, tantos y tantos botones… Acerté a apretar el del cuarto y se puso en marcha. Cuarto B. Por fin. Mi casa. Mi mujer. Mi almohada. Pero la llave no encajaba, un intento, otro y otro más. Seguía viendo lejos las sábanas. Escuché al fin la voz de Mari Luz y en un suspiro se alzaba frente a mí despeinada, en bata, mirándome raro.
- ¿Qué haces aquí? ¿Otra vez? ¡Esto no puede seguir así! Es la última vez. ¡Fuera!
Mi Mari Luz parecía muy enfadada. ¿Qué había hecho? ¿Qué había pasado? Un hombre apareció detrás, en calzones largos. Yo estaba muy mareado. Algo me dijo él, con malos modos, antes de mandarme a algún sitio y dar un portazo.
Estoy de nuevo en el portal y al rato vuelvo a caminar, el sol va tras mis pasos. Comienzo a recordar que en algún lugar tengo otra casa. Pero ésta era la mía, la verdadera, ¡maldita sea! La próxima vez llevaré un bate de béisbol, puede que también una navaja. Cualquiera no puede meterse en mi hogar, ni con mi mujer, en mi puñetera cama. 

martes, 13 de marzo de 2018

Feliz Navidad

Era 15 de junio y sonaba un villancico tras otro. Primero los peces en el río, después el arre burro arre. Alcanzaban el tercer piso, a veces se expandían hasta el quinto. Seguían su curso el 3 de julio, el 16, el 28. Para finales de agosto marcaban su máxima potencia e incluso se añadía alguno más al repertorio. 
El 2 de septiembre Manolo abría la puerta para dejar la basura sobre el felpudo. Vestía de Papá Noel, las barbas blancas desparramadas como el sudor de su frente bajo las gafas. El matrimonio de enfrente se disponía a bajar en aquel momento a la piscina, con sus chanclas, bañadores y toallas. Lo miraron fijamente. Siguieron observándolo sin decir nada. De fondo, las notas del ay el chiquirritín queridito del alma.
Manolo se quitó el gorro con borla blanca y les devolvió al fin la mirada.
- Ya… Pero es que así el niño come. Así sí come…

jueves, 18 de enero de 2018

Un café junto a la ventana

Julia sorbía el café sin apartar la vista de su boca. Él esquivaba la mirada con una copa de vino entre los dedos. Intuyó nuevas arrugas alrededor de sus ojos y un peinado más moderno. Seguía siendo muy hermosa. Su entrepierna empezaba a sentirse incómoda.
- Vamos mejor junto a la ventana. Este rincón oscuro me pone enferma. Me deprime.
- Estamos bien aquí. Por favor… -pero ella insistía levantándose de aquel butacón del fondo.
Junto al cristal, Julia tomaba sus manos entre charla y charla y él las apartaba con delicadeza, se recolocaba las gafas y arrojaba sus pupilas hacia esquinas y techos. Eran los únicos clientes. Más allá, tímidos copos de nieve bajo la luz de las farolas y algún paraguas a lo lejos. 
Se dijeron adiós bajo aquella noche de guantes y gorros. Julia buscaba sus labios y él consentía por un instante que los de ella lo cobijaran. “Por los viejos tiempos”, pensó. 
- Intentaré hacer algo. Eres una actriz fabulosa. No te puedo asegurar nada. Ya te... Pero... ¿Qué...? ¿Qué es aquello...? Es… ¿Es un fotógrafo? 
Ella mostró su sonrisa exultante y emprendió la marcha. Él luchó por hacerse invisible bajo el sombrero, subió la bufanda hasta picarle las cejas y se maldijo antes y mucho tiempo después de introducirse en el vehículo que lo esperaba.
- Saludos a tu mujer y a tus hijos. Ah, y suerte en las próximas elecciones. Lo harás bien desde la oposición –susurró Julia al viento escarchado mientras caminaba de nuevo hacia las portadas.

martes, 10 de octubre de 2017

El león

En el rellano apareció aquel día un león de peluche. Muy grande y de largas melenas. “¿Es de tus hijos?”, preguntó la señora del 5ºB a su vecina, madre de tres retoños pelirrojos y un perro escurridizo. “No. No es nuestro”, le contestó la segunda con dos de los críos encaramados a su chepa. Mostraba unas profundas ojeras, no pesaría mucho más de 40 kilos. Tras la puerta, ya cerrada, llantos y algún ladrido.
La mujer volvió a su casa con el león en brazos. Semanas después era su timbre el que sonaba.
- Me dijiste que no era de tus hijos.
- Ya. Pues sí que lo era. Aquel día se estaban peleando por él y lo dejé fuera. Pero que sepa que el muñeco es mío y que lo quiero ahora. Haga el favor.
Ante la negativa, la madre se introdujo sin invitación en aquellas estancias inexploradas. Entró en el salón, en la cocina y en el dormitorio. Halló al león en la cama, arropado de vientre para abajo con el edredón y vestido con un jersey de cebras y unas gafas de plástico. Ante la conmoción no disimulada, la señora comenzó a explicarle con ahínco sus carencias. Nunca había habido un marido, ni unos hijos, y así hasta hacerle entender que no estaba loca pero que el enorme león le hacía compañía, que había llegado el frío y aquel animal peludo, aunque ficticio, proporcionaba calor a su cama y rebajaba la factura de la calefacción.
Al día siguiente la mujer de los tres niños descansaba en el sofá del salón mientras deshacía con los dedos la tercera de las magdalenas. Saboreaba la textura del bollo, los trocitos de chocolate derritiéndose en su lengua. En el butacón de enfrente, el león de peluche y el perro miraban atentos hacia el televisor. Se oían gritos que provenían de la casa de al lado. También golpes en las paredes. Subió el volumen del aparato y se cubrió hasta las cejas con una manta. Tenía dos horas por delante. “Ay, qué paz. Ay, pobre vieja”.

miércoles, 5 de julio de 2017

Salvar a la especie

Me acerqué a su espalda lentamente, llena de profundos arañazos que bajaban desde los hombros hasta las orillas de sus glúteos. Me confesó que se había caído de un árbol, cogiendo manzanas para el almuerzo. Era el último hombre en el mundo, no podía hacerse daño, debía tener extremo cuidado. Sobrevivir para salvar a la especie. Conmigo. Los últimos habitantes en mucho tiempo.
Le alivié algunas heridas y caminó cuanto pudo durante un rato. Pero al aproximarse la noche estaba ya demasiado malherido, temblaba de dolor, sangraba caudaloso y gritaba como un niño. Conté todas las manzanas y cogí una, tan roja como me imaginaba que sería el infierno, tan apetecible como lo fue él para mí en su momento. Le di un mordisco y saboreé su meloso crujido. Decidí guardar el resto pese a sus múltiples y sonoros ruegos. Él pronto moriría, se desinflaría como un muñeco. Pero ya se le ocurriría algo a Dios o a quien fuera. Y si no, tampoco importaba. Demasiados intentos y mi vientre no crecía. Estaba cansada, harta ya de aguantar a ese sujeto. Y el mundo, la humanidad… por mí podían irse a pique. Si un milagro le hacía mejorar, yo misma me encargaría de rematarlo. Sí. Acababa de decidirlo. ¿Salvar yo a la especie? Si ni siquiera me gustaban los niños.

jueves, 4 de mayo de 2017

¿Recuerdas?

“Lo siento, no me he atrevido. Si estás allí ahora seguro que estás tan guapa como siempre y llevas el mismo vestido, a juego con los zapatos. Con lo que me costó quitarte aquellos tirantes. ¿Recuerdas?…”.
No, allí no había nadie. Estaba sola en aquel banco. El mismo. Las sombras de los árboles igual de poderosas, el césped tan tupido como antaño. Y no quería seguir leyendo la carta de un cobarde. Desenterré un bolígrafo de mi bolso y escribí en el reverso unas líneas para dejar el papel en el mismo sitio. Me ajusté los tirantes, emprendí el regreso con la cabeza bien alta y el corazón sangrando. Los zapatos me oprimían los dedos al filo del gemido, decidí continuar descalza antes de que mis pies terminaran por desprenderse de los tobillos. 
Menuda estúpida, de aquella guisa. Intenté esquivar mil y un recuerdos al caminar hacia la salida del parque. Imposible. Ni siquiera había terminado de leer. Retrocedí. Comencé a correr. Seguí corriendo. De vuelta hacia mis veintitantos. Buscando la hierba y evitando la tierra de los caminos, como punzones bajo mis plantas. 
Un anciano había ocupado nuestro banco. Treinta años después, el mismo día de nuestra despedida. Me detuve al verle leer la nota. Le asomaron unas lágrimas y guardó el papel en un bolsillo. Iba en silla de ruedas y podría pesar 150 kilos, sin pelo y tan arrugado como recordaba yo de niña a mi abuelo. Pero esas cejas tupidas sobre aquellos ojos oscuros eran las que yo acaricié tantas veces con mis dedos. 
Me abalancé sobre el seto más cercano, agazapada como un niño jugando al escondite. Supliqué al cielo un meteorito sobre mi cabeza que ahogara de golpe esa última imagen y me devolviera la del chaval de melena oscura y cuerpo de atleta. ¿Quién eres tú? ¿Qué te ha pasado? Cuando quise recuperar el aliento me arrepentí de mis palabras escritas:  “Huyes de nuevo.  Al  Chile de Pinochet primero, y en lo mejor de lo nuestro. A quién se le ocurre. Pero te perdoné, eras muy joven y querías buscar a tu hermano. Pero lo de hoy sí que no se hace, ya estamos mayorcitos. Fue idea tuya, guapito del barrio. ¿Recuerdas? Que envejezcas calvo y gordo es lo mejor que puedo desearte”. 
Después emprendí la vuelta. De verdad. Para siempre. Y besé con todas mis fuerzas a mi lustroso marido nada más tirar a la basura aquel vestido y ponerme el pijama.