jueves, 26 de marzo de 2015

Devorador

Derrotado el último león, el gladiador se retiró del coso entre aplausos y un fervor que elevaba la arena del suelo. Retumbaba en sus oídos el estruendo. Se sumergió bajo las húmedas galerías y recibió felicitaciones mientras aguardaba su comida. Afuera, la multitud comenzaba a apaciguarse en espera del siguiente combate, se rociaba el anfiteatro con agua perfumada, sonaba la música y volvían las risas. Dentro, a hurtadillas, alguien sin rostro y sin nombre le llevaba al luchador su alimento: carne con alubias. Y tras mirar hacia los lados, sin querer ser descubierto, entresacó de sus ropas un líquido con el que roció las viandas y que fortalecería a aquel héroe para continuar enfrentándose a decenas de fieras...
- Niños, ¿sabéis cuál era el brebaje secreto que ingería este gladiador aquí mismo, en la Antigua Roma? ¿Y sabéis, además, cómo se hacía llamar?
Ellos observaban al joven guía, sus bocas semiabiertas asomaban pocos dientes y mucho entusiasmo. Tras un silencio largo y entre aquellos ojos en sombras que parecían querer multiplicarse, se hizo una voz.
- ¡Yo lo sé! 
Era rubio y de ojos claros, alzaba la mano desde el fondo, cerca de la salida de la galería, bajo el eco subterráneo.
- ¿De veras? ¡Cuéntanos, muchacho! -alentó el guía Stefano entre muecas de incredulidad y una sonrisa épica.
- Le llamaban Devorador. Bebía sangre de los leones para poder luchar de igual a igual contra ellos. Me lo acaba de contar él mismo tras aquellos barrotes negros.

martes, 17 de marzo de 2015

Una caja de cerillas

Esperó a que estuvieran dormidos en sus camas. Se cercioró por los ronquidos inconfundibles de su padre y la respiración entrecortada de su hermano. No existían mejores testigos de un sueño derrotado.
Se deslizó sigilosa por el pasillo y alcanzó a tientas la cocina. En los actos delictivos encender las luces estaba más que prohibido. Buscó y rebuscó en los cajones, agarró uno de los taburetes para poder alcanzar los que estaban más arriba, ágil y precavida, ni todos los fantasmas del universo serían más silenciosos que ella. Encontró al fin la cajita y su corazón emprendió una azorada carrera. La observó y se la llevó al pecho, caminando hacia el salón descalza, arrastrándose ligera en su pijama de ranitas.
Contempló a continuación  aquellas fotografías dispersas entre el aparador y las distintas repisas. Cerró la puerta y consiguió prender una cerilla. Sentada en el sofá, abrazó su cojín favorito, en seda malva y flores doradas, permitiendo que la acariciara una lágrima furtiva. Si había sido incinerada en aquella caja, ella no podía dejarla sola, tenía que acompañarla. Solo quedaba esperar a que ardiera toda esa madera mientras buscaba los ojos tiernos de su madre lanzando hacia arriba la mirada.