Esperó
a que estuvieran dormidos en sus camas. Se cercioró por los ronquidos
inconfundibles de su padre y la respiración entrecortada de su hermano. No
existían mejores testigos de un sueño derrotado.
Se
deslizó sigilosa por el pasillo y alcanzó a tientas la cocina. En los actos
delictivos encender las luces estaba más que prohibido. Buscó y rebuscó en los
cajones, agarró uno de los taburetes para poder alcanzar los que estaban más
arriba, ágil y precavida, ni todos los fantasmas del universo serían más
silenciosos que ella. Encontró al fin la cajita y su corazón emprendió una
azorada carrera. La observó y se la llevó al pecho,
caminando hacia el salón descalza, arrastrándose ligera en su pijama de
ranitas.
Contempló a continuación aquellas fotografías dispersas entre el aparador y las distintas repisas.
Cerró la puerta y consiguió prender una cerilla. Sentada en el sofá, abrazó su cojín
favorito, en seda malva y flores doradas, permitiendo que la acariciara una lágrima furtiva. Si había sido incinerada en aquella
caja, ella no podía dejarla sola, tenía que acompañarla. Solo quedaba esperar a
que ardiera toda esa madera mientras buscaba los ojos tiernos de su madre lanzando
hacia arriba la mirada.
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