martes, 24 de febrero de 2015

Un inciso en la ficción: Mauricio, la isla verde que soñé en turquesa

Playa de Belle Mare, en la costa este.
En el Mauricio vivido, en el de mis recuerdos, huele a vainilla y a ron, al curry que llegó desde la no tan cercana India y se quedó a convivir como uno más, a formar parte de su mezcla. Respirar la isla es deambular unas veces por África y otras por Asia, según se pasee por las calles de Port Louis, su capital, entre el gentío y sus mercancías, o se arrime uno a Ganga Talao, el lago sagrado en el que asoman deidades como Ganesh, Lakshmi o Hanuman. Allí, entre las ofrendas frutales y los saris, el incienso y un Shiva gigante y en bronce a lo lejos, se entrecruzan macacos ávidos de comida y se percibe una paz sin argumentos.
En mi Mauricio y en el de ellos las carreteras avanzan entre la caña de azúcar, las piñas y el palmito. Serpentean sinuosas, la mayoría de doble sentido, con perros callejeros a un lado y niños jugando al otro, si no en el mismo medio. Cruzan cascadas, como la más alta, Chamarel, y curiosas formaciones geológicas en que los colores de la tierra se multiplican, o un volcán, Trou-aux-Cerfs, que dormita con un ojo abierto tras la espesura.
Vistas desde Curepipe.
Si un color define a la isla es el verde, si uno resume su disfrute es el turquesa. Un exuberante interior que sirve como excusa de la mayoría para decidir que no sólo vino a Mauricio en busca de sus playas: también pretendía encontrarse con la naturaleza. Pero la realidad es que si uno queda rendido ante el inabarcable verdor que recubre buganvillas, orquídeas, flamboyanes o azaleas, tras el fruto encubierto queda su auténtica cara, la más visual, una cáscara de inestimable belleza en forma de kilométricas arenas blancas bañadas por aguas mansas y cristalinas. Un azul y un blanco que se explican por su barrera de coral, la que protege a la isla de ciclones y escualos, que apenas asoman su cola, se repliegan. Ese flechazo inicial en sus orillas es el anzuelo, para descubrir poco después que también  atrapa desde más adentro.
Lago de Ganga Talao.
En esta isla que a medida que avanzan las horas y los días es ya menos mía y más de otros, los hoteles se afanan en ofrecer lo mejor a sus clientes. Una calidad por encima de la media en alimentos y bebidas, sumada a instalaciones y vistas tan difíciles de igualar como de olvidar en memorias y retinas. También se esmeran los mauricianos, que primero hablan inglés, después francés, y criollo en sus casas. Pensar que tras su amabilidad y empatía se esconde la búsqueda de una gratificación puede que sea cierto. Pero cuando se giran y dejan atrás al turista, quizás se descubra que sus sonrisas sean las mismas y que su humanidad va más allá de las rupias y transita ligera por sus venas. 
Mi isla se me escapa, va quedando más y más lejos. Me queda  cerrar los ojos, desplegar mis alas y sentirme allí, en Belle Mare, en la costa este, el rumor de las olas del Índico a lo lejos, más allá del coral y de sus términos. Y enfrente, una laguna en calma del azul de una acuarela, en la que aunque sólo yo tenga constancia, se entremezcla la sal de sus aguas con la de alguna gozosa lágrima de agradecimiento.

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