El abrazo de calor al abrir la puerta
alivió sus manos. Aquel frío punzaba los huesos y había olvidado los guantes en la residencia. Su gorra se solapaba bajo una nieve que no daba tregua.
- He oído que tienes los mejores
remedios. Mi esposa sufre dolores insoportables de estómago. No hay médico ni
medicina que la alivie.

- Pruebe con esto, señor. Dígale a su
esposa que tome una cucharada al día.
El oficial volvió a la semana
siguiente. También a la otra. Echaba la vista atrás antes de irrumpir en la
tienda, arrebatándole al farmacéutico su breve y azorado sueño.
- Dame todos los botes que tengas.
Todos. ¡Los quiero todos! ¡Rápido! ¡Ahora!
El boticario corrió una madrugada más a su encuentro, escudriñó repisas y
cajones y acudió a la trastienda entre jadeos. Sumó 15. Los colocó sobre el mostrador con manos trémulas.
- ¿Hay alguien que pueda continuar con esto cuando tú
ya no estés?
Comenzaba a escuchar las palabras en una agónica lejanía. Negó tajante con la cabeza.
- Corren rumores de que
vengo por aquí, que tengo tratos de favor contigo. No
puedo permitírmelo, ya me entiendes. Salgamos fuera.
El eco letal resonó
impregnado de una salvaje monotonía. Un rojo candente cercó la entrada a la tienda para
terminar escarchándose junto al blanco y a aquellos huesos y ropas enmudecidos. Meses
más tarde la familia del farmacéutico era deportada a Treblinka. El gueto de
Varsovia comenzaba a vaciarse, locales y viviendas iban quedando desiertos y sus
calles amarradas a memorias de lágrimas y sangre.
A las afueras de la ciudad, en una
segunda planta con lámparas de araña de relucientes cristales, la mujer del
oficial alemán finalizaba el bote número 15 y se colgaba de una de ellas días después.
Para entonces, ya había dejado de nevar.
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