miércoles, 9 de abril de 2014

El hayedo

“En el bosque no se juega, Elías. Recuérdalo, recuérdalo siempre”. Evoco las palabras de mi madre como un eco en el tiempo. “Nunca, jamás”, insistía ella. Pero nosotros jugábamos, vaya que si lo hacíamos. Ignorando las advertencias de nuestros padres, abuelos y profesores, jugábamos ajenos al mundo, a la realidad y a la suerte en aquel embriagador bosque de hayas centenarias, arroyos de agua cristalina y atrayentes y decrépitos puentes de madera raída.
Y porque uno muchas veces se encuentra donde nunca debiera haber entrado, ya sea sin querer o queriéndolo mucho, como era el caso, yo jugué y jugué, y no me cansé de jugar, tan electrizante era el hecho de romper las normas, desafiar el yugo de los adultos y marcar un territorio prohibido y excitante, peligroso y a la vez vital.
“Te lo dije, hijo, que allí no tenías que haber jugado”. De nuevo el eco, una frase lacerante y perpetua que me persigue a través del tiempo para morir una y otra vez ahogada en mi conciencia. "Ya soy muy viejo, mamá, no me atormentes más".
Observo desde mi posición privilegiada cómo algunos niños continúan viniendo y continúan jugando. Y quiero morirme pero no me muero, quiero avisarles pero tampoco puedo. El hayedo debe permanecer vivo, otros más habrán de venir y habrán de jugar. Y yo, que respiro pero no huelo, con piernas que no siento y brazos que no muevo, formo parte de este juego, maquiavélico, inmortal.
Un niño de pelo rubio y ojos vivos y azulados se acerca junto a otro de mirada gris y pelo castaño.
- Me gusta este árbol. Podríamos jugar aquí. Será nuestro campamento -afirma el primero.
- Me parece bien. Mira la placa. Este árbol se llama Elías -contesta el segundo.
- Me encanta, ¡me encanta Elías!, jugaremos en Elías. Cómo me gusta que todos los árboles de este bosque tengan nombre. ¿Crees que algún día veremos alguno con los nuestros?

1 comentario: