jueves, 10 de abril de 2014

La caída

Tuvo claro que se moría. La sensación era extraña pero mucho más placentera de lo que nunca hubiera imaginado. “Si me tengo que ir, me voy, no pasa nada”. En un instante, un dolor intenso, punzante, había irrumpido en algún lugar de su cráneo para dar después paso a una envolvente paz. Lo siguiente que Marta percibió fueron murmullos crecientes y, una vez pudo abrir los ojos, una multitud arremolinada en torno a su cuerpo y mirada confusa. “Ha debido de ser ese hierro que hay en mitad de la acera”, susurraba una voz femenina. “Si ha pisado las hojas también puede haber resbalado”, afirmaba otra. Tumbada en la suelo, comenzó a tomar conciencia de su estado y del hilo de sangre que resbalaba desde su sien izquierda. En breve se halló sentada en la escalera de mármol de un señorial portal de la calle Serrano, atendida por el portero de la finca y por una mujer que oprimía con fuerza unos paños en su cabeza. Veinte minutos después la ambulancia estaba allí y, una vez dentro y rumbo hacia el hospital, Marta, preocupada, preocupadísima, cayó en la cuenta de que si tal como le habían dicho eran las dos de la tarde, ya no le daría tiempo a estar en casa para meter el pollo en el horno, asarlo y, mientras tanto, freír las patatas. “¡Pepito!”. Debía llamarlo de inmediato. Hoy, su marido tendría que comer algo frío.

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