¿Acabo de acostarme con un
hombre? Observo a mi alrededor y reconozco mi ropa interior en el suelo y a un
ser evidentemente masculino al otro lado de la cama con la cabeza hundida en la
almohada. Pero, ¿quién es este tío y dónde estoy? Vuelvo al día anterior: quedé
con varias amigas, tomamos unos gin tonic, cenamos algo después… ¿O las copas
fueron tras la cena? Me fijo en su cuerpo desnudo: espaldas anchas, un buen
trasero, cabello rubio oscuro y alborotado. No logro verle la cara y temo que
se despierte. Me levanto sigilosa, descorro ligeramente las cortinas de la
ventana y descubro la Gran Vía a mis pies. Este hombre, del que no recuerdo ni
por asomo su procedencia, duerme a pierna suelta. Busco en su chaqueta, en sus
pantalones. Adolfo Cifuentes, nacido en Málaga en 1990. Un momento. ¿1990? ¿Qué
he hecho? La cabeza me da vueltas, efecto indudable de los mil alcoholes ingeridos
y de mi desasosiego y descoordinación actuales. Hace dos días… ¿No firmé hace
dos días los papeles del divorcio? Vale, me voy. Tambaleándome, recojo mi ropa,
me visto y salgo de puntillas de la habitación.
La oficina está ya desierta y, como cada tarde, aplazo la vuelta a casa: nadie me espera y los recuerdos de Óscar en cada rincón me taladran el alma. Dos meses divorciada. Al principio lo celebré y, ahora… ahora no soy nada. Suena Springsteen en mi móvil. Contesto, y al otro lado una voz masculina se identifica como el padre de Adolfo Cifuentes. Estoy perpleja. ¿Por qué? ¿Para qué?
- Verá… -se explica-, llevo
tiempo pensando en llamarla y ya no podía más. Resulta que salió usted
corriendo de aquel hotel por la mañana y mi hijo, que es estudiante, no tenía
con qué pagar la habitación, ni las dos botellas de Moët Chandon, ni los
masajes filipinos con suplemento por ser a deshora, ni tampoco los caracoles a
la Borgoña y la espuma de patata con virutas de caviar y foie. ¿No tenían allí
bocata de lomo con queso ni Mahou fresquita? Ya se imaginará a quién le tocó
resolver el entuerto…
Me muero. Me muero y después
quiero volver a morirme.
- Mire, según mi hijo
finalmente no pasó mucho entre ambos, tal era la cogorza que llevaba usted
encima. Como el chaval se vio obligado a contarme qué había ocurrido, acabó
reconociendo que aunque mucho mayor que él, cayó en sus redes porque era usted preciosa,
espectacular, con un cuerpazo, una Diosa, dijo, o algo así. Sin embargo, por
mucho embrujo que usted tenga… el dinero de la factura… Este asunto me ha
dejado desplumado, ¿sabe?
- Lo siento, lo siento
muchísimo. Yo… No recordaba… Deme sus datos bancarios y el importe total, y
ahora mismo le haré una transferencia -contesto al fin mientras sigo implorando
la llegada de la guadaña.
La conversación finaliza y
realizo los trámites bajo el mayor bochorno de mi existencia. Un rato después,
empiezo a reírme. Una y otra vez. De repente, no puedo parar. Como una
auténtica loca. Me retuerzo en la silla, a carcajada limpia, mientras las
palabras “espectacular”, “Diosa” y “cuerpazo” danzan desinhibidas por mi mente.
Abandono por fin el despacho. Esta noche cocinaré algo rico y después me tumbaré
en mi sofá y pondré algo de Woody Allen. ¡Qué ganas tengo de volver a casa!
Muy gracioso. Me ha gustado.
ResponderEliminarMuy divertido!:-) me encantó el final que le has dado
ResponderEliminarLa verdad es que dar un final a una historia quizás sea lo más complicado... ¡Muchas gracias! :-)
ResponderEliminarPara mi que el tal Cifuentes era un listo... se podría haber inventado cualquier cosa y habría colado igualmente ;)
ResponderEliminarPuede ser... o puede que no. Quién sabe.. jeje.
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