Recostada sobre el satén, Aurora se
inspeccionaba de cara al gigantesco espejo, agitando su cabello leonino, el
vientre plano, brazos y piernas esbeltos. Estampó su mirada turquesa sobre el
reloj de pared. Las ocho y treinta y cinco. El mayor les estaría preparando la
cena a sus hermanos pequeños. Cada noche lamentaba no poder estar allí con
ellos y cada día rogaba a todos los infiernos por que algún día lo comprendieran.
Ya llegaría, no quedaba tanto, todo en esta vida tiene su momento. Éste era su
trabajo y también su talento. Una ruleta rusa con los billetes asegurados,
aunque cómo llevárselos pudiera ser a veces tan doloroso y otras, muy pocas, incluso
placentero.
Alzó con ligereza primero la cabeza y
seguido el cuerpo y se dirigió al baño para retocar su maquillaje. Los
moratones que se afanaba en ocultar desde hace días comenzaban por fin a
difuminarse. A continuación llenó el jacuzzi de agua y lo endulzó con esencias:
unas cuantas gotas de lavanda y dos más de sándalo australiano. Nunca se sabía
cuándo había que utilizarlo. A veces, con un poco de suerte, el cliente entraba
primero en la bañera y una vez relajado le vencía el sueño, y ahí finalizaba
su trabajo.
Tintinea armoniosa la sinfonía que
vaticina que alguien espera al otro lado. El de las nueve en punto ha llegado.
Se atusa la melena con las manos y calza los tacones que la elevan al metro
setenta y tantos. Cuando abre esa puerta, seductora, expectante, preguntándose
en el último instante si hoy le caerá en gracia uno de los buenos, el corazón y
todos sus órganos internos le dan el más inesperado de los vuelcos. Allí,
frente a ella, está Javier. “Que hoy es tu cumpleaños. Esta noche vas a
descansar. Anda, vámonos a casa, mamá, que ya he pagado”.
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