“Puedes
salir un rato a la calle”, me sugirió. Había caído de golpe la noche y me
obligué a airearme unos minutos, a respirar. Y advertí nada más cruzar la puerta que
los árboles sólo eran troncos sin copas, que la gente caminaba sin sus cabezas
sobre los hombros, que los coches iban solos. “Les… les falta… la cabeza”,
balbuceé al entrar de nuevo en su despacho. Ella contuvo la carcajada. “Me voy
ya”, anunció. “Tú aún tienes mucho trabajo”. Pero yo salí disparada hacia el
baño. Observé el espejo y ahí ya no estaba mi rostro. Un cuerpo se tambaleaba
debajo. Y unos dedos continuaban tecleando.
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