El
salón de banquetes se oscurecía lentamente, tornando aún más lúgubre la
estancia. La piedra se hacía más presente y cada vez dolía más el frío. Tapices
flamencos y noble madera forraban las elevadas paredes, la luna amagando
inquieta tras los cortinajes color púrpura de tan regios aposentos. La visita
guiada había dado comienzo a las siete. Samuel y Pedro prestaban atención nula,
rodando sus cochecitos por los suelos envejecidos. Hacían oídos sordos a
prohibiciones y advertencias. “Niños, al conde no le agrada nada esto”, les
espetó una vez más el vigilante, hastiado, desde la entrada.
Sus
padres se vieron forzados a abandonar el lugar frente a las miradas molestas. Antes
de dejar el salón, los pasos de los cuatro se frenaron en seco ante un retrato
del caballero que en el siglo XIII dio vida a la fortaleza. A los mayores les
detuvo esa insólita mirada, a los pequeños se les truncó la infancia a raíz de
aquello. Nunca ya olvidarían aquellos ojos negros que de pronto se volvieron
amarillos y a continuación rojo fuego, sonrisa diabólica traspasando el lienzo.
Los hermanos tardaron semanas en recuperar el habla. Ya no volvieron a hacer
rodar ningún juguete en ningún otro suelo. No imaginaban que jamás existió
cualidad más importante para aquel conde que el respeto sincero.
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