martes, 5 de agosto de 2014

La visita

El salón de banquetes se oscurecía lentamente, tornando aún más lúgubre la estancia. La piedra se hacía más presente y cada vez dolía más el frío. Tapices flamencos y noble madera forraban las elevadas paredes, la luna amagando inquieta tras los cortinajes color púrpura de tan regios aposentos. La visita guiada había dado comienzo a las siete. Samuel y Pedro prestaban atención nula, rodando sus cochecitos por los suelos envejecidos. Hacían oídos sordos a prohibiciones y advertencias. “Niños, al conde no le agrada nada esto”, les espetó una vez más el vigilante, hastiado, desde la entrada.
Sus padres se vieron forzados a abandonar el lugar frente a las miradas molestas. Antes de dejar el salón, los pasos de los cuatro se frenaron en seco ante un retrato del caballero que en el siglo XIII dio vida a la fortaleza. A los mayores les detuvo esa insólita mirada, a los pequeños se les truncó la infancia a raíz de aquello. Nunca ya olvidarían aquellos ojos negros que de pronto se volvieron amarillos y a continuación rojo fuego, sonrisa diabólica traspasando el lienzo. Los hermanos tardaron semanas en recuperar el habla. Ya no volvieron a hacer rodar ningún juguete en ningún otro suelo. No imaginaban que jamás existió cualidad más importante para aquel conde que el respeto sincero. 

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