Yo, soltero de oro, donjuán de una
nueva era, la envidia de mis amigos, sentado en aquella silla de lazo rosa y
funda de un blanco impoluto, luciendo traje y palmito. A mi izquierda, Andrea, antiguo ligue, también soltera,
intentando engatusarme de nuevo. Ya la ignoré en su día, pero parecía no haber
tenido bastante. Y a su izquierda, una morena de ojos felinos y labios densos.
Nunca antes la había visto, con seguridad la recordaría, pero
debía de ser amiga de mi ex, de vez en cuando intercambiaban confidencias.
Durante
aquella media hora, puede que más, me resultó inconcebible concentrarme en los
novios, ni en sus promesas ni en sus anillos. En cuanto podía y como pudiera la miraba,
consciente de mi descaro, para qué perder el tiempo. Pero al percibir de pronto
aquel escalofrío interior que me recorrió entero, y a continuación un ahogo
intempestivo, arrebatador, doloroso y a su vez placentero, supe que estaba
perdido. ¡Así que esto es! Lo comprendí todo, a mis 35. Ella, cautivadora, enigmática desconocida,
captó en algún momento mi mirada, y hacia la mitad de la ceremonia y durante
los minutos finales iniciamos ambos un intercambio. Algo había en esto, tan viejo
y tan nuevo para mí, que parecía recíproco. El acto finalizó, todos nos
levantamos, y ahí, con todo su peso, mi nuevo mundo se vino abajo. Un malestar tan súbito como el regocijo anterior, que me agujereó por dentro. Esa preciosidad, al ponerse en pie, descubrió ante mí su cuerpo
entero y con él un evidente embarazo.
-
¿Es que no te habías dado cuenta de que estaba embarazada? Y tiene un
marido, aunque no haya podido venir –Andrea, rencorosa, terminó por confirmar
aquella obviedad, mezquinos sus ojos, clavados en mí a degüello.
Yo no dije nada, ¿para qué? O quizás
es que enmudecí al instante. Ya en el exterior, y para mi sorpresa, aquella
mujer vino hacia mí y se presentó, sin titubeos. “Hola, soy Carla”.
Y me dio un abrazo, como si fuéramos buenos amigos que no se ven desde hace tiempo.
Sentí sus manos en mi espalda, su perfume fresco, embriagador, deliciosa mejilla
rozando mi piel. Y confirmé mi pronóstico inicial: estaba perdido. Sin
esperanza y perdido. Sin futuro con ella, sin tardes de cine ni noches de
cenas, y sin boda, y sin hijos, pero en definitiva, ya del todo perdido. Antes
de separarnos de tan extraño, turbador abrazo, aquel ensueño de largos y negros
cabellos susurró en mi oído: “Es una pena. No puede ser. Pero sí, esto es
recíproco”.
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