No había nadie que no me mirara cuando
me dirigí aquel domingo hacia el puerto. No es que fueran muchas personas, ni
tampoco mi pueblo era tan grande ni aquél era día de lonja, pero todos los pares
de ojos que por la calle Atlántico y las aledañas al muelle se me cruzaban, hacían algún gesto, subían o bajaban sus párpados en señal de duelo. Yo continué
mi camino fingiéndome erguido con aquellos zapatos enormes, se me salían los
pies por todos los lados, tenía que hincar las uñas bien hincadas y arrastrar las
plantas mientras contaba los baldosines que iba salvando.
Atisbé la tranquilidad que se cernía
sobre los barcos anclados, la mar serena, el cielo raso. Y contemplé esas
distancias y ese horizonte y los comparé con los zapatos de mi padre. Y en ese
instante ya no me parecieron tan grandes. Le había llorado en aquellos primeros
días tanto como le había odiado, por irse sin avisar, por marcharse sin concedernos su abrazo, tan desnudo como certero el último de sus adioses. Porque mi
hermano tendría que arrimar el hombro y ayudar a mi madre, ya no podría
pasar tanto tiempo con él como antaño, desvelándome secretos de mayores.
Tardé algunos años en comprenderlo todo en su conjunto y mucho menos en resolverlo en pequeñas partes. Pistas en
forma de ausencia de ojeras en mi madre, hasta entonces profundos y oscuros surcos
que parecían extenderse hasta la barbilla en un rostro atrapado en una noche
infinita. En que de repente descubría en ella una sonrisa como la mía cuando me
atiborraba de golosinas. Caía también rato a rato en que ya no necesitaba arrebujarse
en el sofá silenciando esa botella antes de irse a la cama, que sus mejillas amanecían
asalmonadas y que cantaba cuando pasaba la escoba y se le iban los pies
mientras asaba nuestras sardinas.
Y aún no lo había entendido todo, seguían sin explicármelo y yo sin
atreverme a preguntarlo, cuando dos años después volví al muelle con los mismos
zapatos, aún grandes para mis pies pero un poco menos. Y decidí entonces que aquella
vez volvería a casa descalzo, y antes de lanzarlos allí donde había estado
amarrada su barca, no quise dejar de darle las gracias al mar por habérselo
llevado.
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