lunes, 14 de julio de 2014

La mar y sus zapatos

No había nadie que no me mirara cuando me dirigí aquel domingo hacia el puerto. No es que fueran muchas personas, ni tampoco mi pueblo era tan grande ni aquél era día de lonja, pero todos los pares de ojos que por la calle Atlántico y las aledañas al muelle se me cruzaban, hacían algún gesto, subían o bajaban sus párpados en señal de duelo. Yo continué mi camino fingiéndome erguido con aquellos zapatos enormes, se me salían los pies por todos los lados, tenía que hincar las uñas bien hincadas y arrastrar las plantas mientras contaba los baldosines que iba salvando.
Atisbé la tranquilidad que se cernía sobre los barcos anclados, la mar serena, el cielo raso. Y contemplé esas distancias y ese horizonte y los comparé con los zapatos de mi padre. Y en ese instante ya no me parecieron tan grandes. Le había llorado en aquellos primeros días tanto como le había odiado, por irse sin avisar, por marcharse sin concedernos su abrazo, tan desnudo como certero el último de sus adioses. Porque mi hermano tendría que arrimar el hombro y ayudar a mi madre, ya no podría pasar tanto tiempo con él como antaño, desvelándome secretos de mayores.
Seguí observando aquel mar que tantos peces nos había prestado y empecé a sospechar  que algo raro se escondía ahí abajo, algún misterio envolvía esas profundidades más allá de sus coléricos arrebatos, que hacían que mi padre hubiera retornado siempre de ellas tan airado, que tan pocos besos recibiera mi madre de sus agrietados labios.   
Tardé algunos años en comprenderlo todo en su conjunto y mucho menos en resolverlo en pequeñas partes. Pistas en forma de ausencia de ojeras en mi madre, hasta entonces profundos y oscuros surcos que parecían extenderse hasta la barbilla en un rostro atrapado en una noche infinita. En que de repente descubría en ella una sonrisa como la mía cuando me atiborraba de golosinas. Caía también rato a rato en que ya no necesitaba arrebujarse en el sofá silenciando esa botella antes de irse a la cama, que sus mejillas amanecían asalmonadas y que cantaba cuando pasaba la escoba y se le iban los pies mientras asaba nuestras sardinas.
Y aún no lo había entendido todo, seguían sin explicármelo y yo sin atreverme a preguntarlo, cuando dos años después volví al muelle con los mismos zapatos, aún grandes para mis pies pero un poco menos. Y decidí entonces que aquella vez volvería a casa descalzo, y antes de lanzarlos allí donde había estado amarrada su barca, no quise dejar de darle las gracias al mar por habérselo llevado.

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