jueves, 21 de agosto de 2014

Dueños de la noche

Greyfriars desprende belleza e inquietud a partes iguales. Encaramado en una colina en la zona vieja de Edimburgo, exhibiéndose altivo frente al castillo medieval y los edificios y tejados de piedra gris de la ciudad, ejerce su poder y su historia remarcando su carácter vetusto y misterioso a todo aquel que merodee por sus senderos, algunos de tierra y algunos otros empedrados. Lápidas de siglos pasados se suceden en cuesta unas tras otras al abrigo de mantos ocres de hojas que dan por concluido el verano, envueltas entre la bruma escocesa y los semidesnudos árboles. 
Avanzada la tarde, tanto los caminos como la hierba fresca y tupida del camposanto suelen permanecer vacíos, así como la pequeña parroquia del XVI que se alza hacia la mitad del recinto. La zona en la que convergen torturados y torturadores de tiempos remotos se halla cerrada e infranqueable mediante una puerta de negros y oxidados barrotes que aconseja no acercarse demasiado. 
Las escasas farolas que salpican el terreno comienzan a emitir una tenue y débil luz. Emerge el viento de la nada, azota imparable las débiles ramas. La noche se aproxima, casi está aquí, se van marchando los últimos pájaros, y será entonces cuando las intranquilas ánimas salgan de sus tumbas para dejar claro quién manda. Un escalofrío, un extraño desasosiego o incluso un repentino e inexplicable dolor en un brazo pueden ser el resultado de adentrarse a deshoras en territorio de tantos y tan atormentados dueños.

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