viernes, 13 de junio de 2014

Que se llame Pablo

“Qué precioso es. Tiene los ojitos como su padre, grandes y almendrados. También el mentón, y la nariz, respingona como la suya. Es tan guapo mi niño…”. Esther lo acoge en sus brazos y el bebé solloza agitado, ella sobre la cama, rodeados ambos de material médico y de mujeres y hombres pintados en verde y blanco. “¿Por qué no me dejarán sola con mi niño? Un poco, sólo un poco…”, se pregunta inquieta mientras se afana en aplacar su llanto. “También se parece a su hermano cuando nació. Sí, son muy parecidos…”, advierte orgullosa, almibarado el corazón.
Los segundos, los minutos vuelan, se esfuman escasos. No recuerda por qué, pero intuye que le queda muy poco tiempo con él.
- Se acabó. Despídase del bebé. La enfermera se lo llevará -escucha poco después sobrecogida.
Le besa repetidas veces en su carita. Memoriza para siempre esas tiernas facciones, su atrayente fragancia de recién nacido, la suavidad de sus pequeñas manos. “Pablo, quiero que se llame Pablo. ¿Volveré a verlo? ¿Me dejarán?”, se cuestiona ante ese grupo creciente de desconocidos. El rincón oscuro, la soledad, le esperan. En ese instante ésa es su única certeza. Y con tal convicción decae su ánimo, tan frugal y pasajero. Se apaga por fuera, se abrasa por dentro.
El niño ya no está, se lo han llevado. Se despierta de nuevo en ella el temor de no volver a sentirlo en su pecho, aún más el de regresar a aquel inhóspito lugar, escaso de luz, de vida, de aire. Se ahoga entre esos muros angostos. Algunas veces, estando allí, visualiza un cuchillo y unas manos. Otras veces observa sangre en las paredes, rojo candente que emana de todas partes. Muchas otras, a su marido y a su hijo mayor sobre el suelo, muertos ambos. Y en ocasiones, en muy escasas ocasiones, descubre esas manos y ese cuchillo acabando con las vidas de ese hombre y ese niño. Y entonces, las reconoce, son las suyas, sus propias manos. Y, además, ella sonríe.

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