“Qué precioso es. Tiene los ojitos
como su padre, grandes y almendrados. También el mentón, y la nariz, respingona
como la suya. Es tan guapo mi niño…”. Esther lo acoge en sus brazos y el bebé solloza
agitado, ella sobre la cama, rodeados ambos de material médico y de mujeres y
hombres pintados en verde y blanco. “¿Por qué no me dejarán sola con mi niño?
Un poco, sólo un poco…”, se pregunta inquieta mientras se afana en aplacar su
llanto. “También se parece a su hermano cuando nació. Sí, son muy parecidos…”,
advierte orgullosa, almibarado el corazón.
Los segundos, los minutos vuelan, se
esfuman escasos. No recuerda por qué, pero intuye que le queda muy poco tiempo
con él.
- Se acabó. Despídase del bebé. La
enfermera se lo llevará -escucha poco después sobrecogida.
Le besa repetidas veces en su carita. Memoriza
para siempre esas tiernas facciones, su atrayente fragancia de recién nacido,
la suavidad de sus pequeñas manos. “Pablo, quiero que se llame Pablo. ¿Volveré
a verlo? ¿Me dejarán?”, se cuestiona ante ese grupo creciente de desconocidos. El rincón oscuro, la soledad, le
esperan. En ese instante ésa es su única certeza. Y con tal convicción decae su ánimo, tan frugal y pasajero. Se apaga por
fuera, se abrasa por dentro.

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