Me preguntaba en cada uno de mis desvelos si ardería
en el infierno por desear que un camión arrollase a mi vecina. Y es que hacía mucho
que el humor ni se asomaba por aquella casa, envuelta en una penumbra de
rancios aromas, melodías desalentadas. Tenía 11 años y veía a mi abuela
deslomarse, mi abuelo pudriéndose en una silla por una temprana enfermedad
degenerativa. Mientras, la del primero, Mariana, toda ella un bamboleo de
abrigos de pieles y lustrosos collares. Presumida y presumiendo, y mi abuela desgastándose
a horas tardías y en otras casas, yo en su ausencia haciéndome cargo de aquel
conato de abuelo, sin hermanos y sin padres, solo con ellos.
En no pocas ocasiones, al volver del
colegio y tras dejar a mi abuelo dormitando, bajaba a la calle y acechaba en la
sombra los pasos de Mariana. Fue una tarde de marzo cuando, medio agazapado tras un seto,
advertí cómo un joven sucio y desdentado le amenazaba navaja al cuello. La lanzó al
suelo tras quitarle todo lo que llevaba y huyó corriendo.
“¿Es que no vas a ayudarme?”, me reprendió mientras yo celebraba aquella sorpresiva victoria, triunfante,
bendecido por todos los cielos. “¿Por qué me miras siempre con tanta inquina? ¿Qué te ha
contado tu abuela?” Se alzó sola, nula mi ayuda, despiadadas mis pupilas. “¿Lotería? ¿Yo? ¡Niño, pero qué dices y qué poco sabes! ¿Tú crees que yo seguiría
en este barrio si me hubiese tocado algo?”. Me trasladó su verdad al confesarle
yo la mía, ya sentada y dolorida en un banco. “Ni pieles ni collares, ¡qué
sabrás tú de visón o conejo! Tu abuela se encaprichó de tu abuelo cuando iba a
casarme con él. Se lo llevó ella en vez de yo en el último momento. Ésa fue la
lotería, la suya y la mía”.
Atrás quedaron aquellos
años, reconvertidos ahora en penosos retazos. Una tarde a la semana acudo a esa
vieja casa de mi antiguo barrio, a acompañar a una Mariana demasiado anciana y
demasiado desvalida, a hacerle compañía. Ella me recibe siempre con la sonrisa franca y los
brazos abiertos. Su frase es la misma, sus palabras me arropan, ya sea verano o
invierno. “Querido mío, qué feliz me haces. Como si fueras mi nieto”.