Eloísa desplegaba sus alas coronadas
de conformidad y templanza desde el alba hasta que la noche se hundía entre las
sábanas. Dormía como si las preocupaciones jamás hubiesen traspasado su
armadura, comía con fruición y sonreía a todo aquel con el que se cruzaba. Su
pulso aguantaba los tornados y terremotos del alma, su tensión siempre estable,
las manos precisas, como el primer día. Nadie lo entendía, nadie se explicaba
aquella capacidad de autorresucitarse y permanecer impasible. “Porque adoro mi trabajo.
Y es necesario”, respondía en ocasiones. Había enterrado a dos maridos, un
hijo, tres perros y un loro. Había quienes se preguntaban si por sus venas
corría en verdad la sangre o aquello sería sólo tinta encarnada. Un día, una
mañana, temblaron sus muñecas y su mente sufrió una sacudida. Aquellos tres rostros
agolpándose, uno tras otro. “No, aquí no. No ahora”. Intentó tranquilizarse.
“No pasa nada. Estoy bien”, se dijo. Sin embargo, aquella vez no atinó, no
midió bien, no calculó. Erró en la dosis de la anestesia y aquel paciente al
que ella misma había serenado, nunca despertó de la operación. Colgó la bata y
lloró. Lágrimas que hubieran llenado cubos y apagado fuegos. Quienes la
conocían afirmaban que aquellos llantos ya sin medida tenían el rostro de su
hijo, los brazos y las piernas de los esposos y el corazón de un desconocido.
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