martes, 1 de septiembre de 2015

Eloísa

Eloísa desplegaba sus alas coronadas de conformidad y templanza desde el alba hasta que la noche se hundía entre las sábanas. Dormía como si las preocupaciones jamás hubiesen traspasado su armadura, comía con fruición y sonreía a todo aquel con el que se cruzaba. Su pulso aguantaba los tornados y terremotos del alma, su tensión siempre estable, las manos precisas, como el primer día. Nadie lo entendía, nadie se explicaba aquella capacidad de autorresucitarse y permanecer impasible. “Porque adoro mi trabajo. Y es necesario”, respondía en ocasiones. Había enterrado a dos maridos, un hijo, tres perros y un loro. Había quienes se preguntaban si por sus venas corría en verdad la sangre o aquello sería sólo tinta encarnada. Un día, una mañana, temblaron sus muñecas y su mente sufrió una sacudida. Aquellos tres rostros agolpándose, uno tras otro. “No, aquí no. No ahora”. Intentó tranquilizarse. “No pasa nada. Estoy bien”, se dijo. Sin embargo, aquella vez no atinó, no midió bien, no calculó. Erró en la dosis de la anestesia y aquel paciente al que ella misma había serenado, nunca despertó de la operación. Colgó la bata y lloró. Lágrimas que hubieran llenado cubos y apagado fuegos. Quienes la conocían afirmaban que aquellos llantos ya sin medida tenían el rostro de su hijo, los brazos y las piernas de los esposos y el corazón de un desconocido.

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