Era pensar en ello y se le enfurecían las
tripas. Aquel plato resultaba aborrecible ante cualquiera: el filete reseco con
lentejas. Ni de pollo, ni de ternera, quizás de camello, regado con legumbres aguachinadas
y una brizna de algún rancio chorizo. Y es que últimamente, lo que sobraba de
un día lo mezclaba ella con las rebañaduras de otro, especializándose
reiterativa en aquel destrozo. Ya en la oficina, según entraba por la puerta, sus
compañeros reincidían también, esta vez en el sarcasmo. “¿Otra vez tu plato
favorito?”. Pero él nada decía, acribillado por la vergüenza. La misma que le
daba a su madre tener en casa a aquel hijo de 45 años. Ya sin saber qué inventarse
para echarlo.
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