Arrastraba
los pies como si hubiera venido al mundo con ese rutinario movimiento. Lento,
sereno, sin prisa. Sobraba arena y menguaba la brisa bajo aquel sol que exhibía poderoso
su reinado. Y sin embargo, esas plantas que tiempo atrás gemían en silencio ahora ya apenas las percibía, apaciguados sus sentidos en algún sombrío recoveco.
Horas
después remolcaba esos mismos pies por aceras y calzadas, sin siquiera percatarse
de que hacía rato que el monarca se había rendido ante una dama de blanco. Hizo recuento
de la mercancía vendida: muy pocos relojes, más gafas y unos cuantos vestidos. Viajó
su mirada entre los moribundos vaivenes y atravesó con ansia y
desazón el Estrecho. Y se permitió cinco minutos, ni uno más ni uno menos, para
esbozar cómo sería un día de asueto, cómo vibraría el cuerpo de Annara bajo sus
caricias, qué carita asomaría el niño bajo aquel cielo de perlas. Se perdieron sus ojos
en esas aguas ni tan mansas ni tan tibias. Regresó aprisa y sepultó los
cada vez más lejanos recuerdos. Y ya sólo pensó en descansar algo y agradecer la llegada de un nuevo día.
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