miércoles, 5 de noviembre de 2014

La dama de negro

No podía dejar de observarla. Algo había en ella que forzaba a sus pupilas a seguir cada uno de sus gestos como si el tiempo no menguara, encadenado a su presencia y a su reflejo. Y eso que le confundía, y de qué manera, no acertar a adivinar el color de aquellos ojos, si verdosos, si algo amarillos, o si mezclaban ambas gamas cromáticas. Su pelo era negro sin titubeos, sus movimientos, lentos y armoniosos. Parecía relajada y a la vez en alerta máxima. Era mejor aún de lo que imaginaba. Se le ocurrió que quizás esto era ese amor del que tanto hablaban.
Permanecía inmóvil, embrujado, frente a aquel inoportuno cristal que los separaba. Dispuesto a recibir una y mil órdenes de esa solemne criatura si hiciera falta. La brusquedad de una mano de uñas punzantes deshizo el hechizo y agarró la suya, zarandeándola. Era el fin. Unas pocas palabras terminaron por confirmarlo. “Hijo, que vas a desgastar a la pantera de tanto mirarla. Déjalo ya, vámonos a ver a los pandas”. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario