No podía dejar de observarla. Algo había
en ella que forzaba a sus pupilas a seguir cada uno de sus gestos como si el
tiempo no menguara, encadenado a su presencia y a su reflejo. Y eso que le
confundía, y de qué manera, no acertar a adivinar el color de aquellos ojos, si
verdosos, si algo amarillos, o si mezclaban ambas gamas cromáticas. Su pelo era
negro sin titubeos, sus movimientos, lentos y armoniosos. Parecía relajada y a
la vez en alerta máxima. Era mejor aún de lo que imaginaba. Se le ocurrió que quizás
esto era ese amor del que tanto hablaban.
Permanecía inmóvil, embrujado, frente
a aquel inoportuno cristal que los separaba. Dispuesto a recibir una y mil
órdenes de esa solemne criatura si hiciera falta. La brusquedad de una mano de uñas
punzantes deshizo el hechizo y agarró la suya, zarandeándola. Era el fin. Unas
pocas palabras terminaron por confirmarlo. “Hijo, que vas a desgastar a la
pantera de tanto mirarla. Déjalo ya, vámonos a ver a los pandas”.
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