Greyfriars desprende belleza e
inquietud a partes iguales. Encaramado en una colina en la zona vieja de
Edimburgo, exhibiéndose altivo frente al castillo medieval y los
edificios y tejados de piedra gris de la ciudad, ejerce su poder y su historia
remarcando su carácter vetusto y misterioso a todo aquel que merodee por sus
senderos, algunos de tierra y algunos otros empedrados. Lápidas de siglos
pasados se suceden en cuesta unas tras otras al abrigo de mantos ocres de hojas
que dan por concluido el verano, envueltas entre la bruma escocesa y los semidesnudos
árboles.
Las escasas farolas que salpican el terreno comienzan a emitir una tenue y débil luz. Emerge el viento de la nada, azota imparable las débiles ramas. La noche se aproxima, casi está aquí, se van marchando los últimos pájaros, y será entonces cuando las intranquilas ánimas salgan de sus tumbas para dejar claro quién manda. Un escalofrío, un extraño desasosiego o incluso un repentino e inexplicable dolor en un brazo pueden ser el resultado de adentrarse a deshoras en territorio de tantos y tan atormentados dueños.