Yo, soltero de oro, donjuán de una
nueva era, la envidia de mis amigos, sentado en aquella silla de lazo rosa y
funda de un blanco impoluto, luciendo traje y palmito. A mi izquierda, Andrea, antiguo ligue, también soltera,
intentando engatusarme de nuevo. Ya la ignoré en su día, pero parecía no haber
tenido bastante. Y a su izquierda, una morena de ojos felinos y labios densos.
Nunca antes la había visto, con seguridad la recordaría, pero
debía de ser amiga de mi ex, de vez en cuando intercambiaban confidencias.

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¿Es que no te habías dado cuenta de que estaba embarazada? Y tiene un
marido, aunque no haya podido venir –Andrea, rencorosa, terminó por confirmar
aquella obviedad, mezquinos sus ojos, clavados en mí a degüello.
Yo no dije nada, ¿para qué? O quizás
es que enmudecí al instante. Ya en el exterior, y para mi sorpresa, aquella
mujer vino hacia mí y se presentó, sin titubeos. “Hola, soy Carla”.
Y me dio un abrazo, como si fuéramos buenos amigos que no se ven desde hace tiempo.
Sentí sus manos en mi espalda, su perfume fresco, embriagador, deliciosa mejilla
rozando mi piel. Y confirmé mi pronóstico inicial: estaba perdido. Sin
esperanza y perdido. Sin futuro con ella, sin tardes de cine ni noches de
cenas, y sin boda, y sin hijos, pero en definitiva, ya del todo perdido. Antes
de separarnos de tan extraño, turbador abrazo, aquel ensueño de largos y negros
cabellos susurró en mi oído: “Es una pena. No puede ser. Pero sí, esto es
recíproco”.