
Le alivié algunas heridas y caminó
cuanto pudo durante un rato. Pero al aproximarse la noche estaba ya demasiado
malherido, temblaba de dolor, sangraba caudaloso y gritaba como un niño. Conté
todas las manzanas y cogí una, tan roja como me imaginaba que sería el
infierno, tan apetecible como lo fue él para mí en su momento. Le di un
mordisco y saboreé su meloso crujido. Decidí guardar el resto pese a sus múltiples y sonoros ruegos. Él pronto moriría, se desinflaría como un muñeco. Pero ya se le ocurriría algo a Dios o a quien fuera.
Y si no, tampoco importaba. Demasiados intentos y mi vientre no crecía. Estaba
cansada, harta ya de aguantar a ese sujeto. Y el
mundo, la humanidad… por mí podían irse a pique. Si un milagro le hacía
mejorar, yo misma me encargaría de rematarlo. Sí. Acababa de decidirlo. ¿Salvar
yo a la especie? Si ni siquiera me gustaban
los niños.